Una cita atribuida (entre otros) a George Bernard Shaw asegura (más o menos) que la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo. Y es que se diría que la relación entre la poesía y la juventud viene de largo. Ahí está Rimbaud como ejemplo paradigmático. Sin embargo, a estas alturas de la historia, creo que a los lectores de poesía lo que realmente nos importa es si un poemario es bueno o malo y no tanto la edad de su autor.
En este blog he escrito alguna vez acerca de un grupo de jóvenes a los que, aunque no hay festival de poesía a los que no los inviten, les queda todo por demostrar. No, y no tiene nada que ver con el hecho de que aún les falte bastante para llegar a los treinta, sino más bien con la circunstancia de que, de momento, lo único que han dado ha sido ruido, pero no nueces.
¿Eso significa que a mí toda la poesía escrita por jóvenes me parezca mala? En absoluto. Me parece mala (a ratos incluso muy mala) la de ese grupo de personas en concreto, no la de todos los poetas que empiezan. Como prueba de lo que digo sirvan los libros que, cuando uno pertenecía a Littera, publicó a gente como David Yáñez o Irene Albert. Por no mencionar a algunos de los escritores que he incluido en la antología de Los poetas liliputienses. El último de ellos es Aitor Francos, cuyo Igloo es (este sí) un libro redondo y que permite seguir confiando en el futuro de la poesía española.
Y encima creo que el muchacho ni siquiera se ha hecho tatuajes. Eso sí que tiene mérito.
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