Ya es casi seguro que el curso que viene los profesores de instituto tendremos dos horas lectivas más en nuestro horario semanal. Una nueva herida que se inflige al sistema educativo público. En los últimos años, este gobierno (sobre todo) y el anterior (sí, también) han decidido que la crisis la paguen las personas que se dedican a enseñar a los demás. Ojo, pero sólo los que han tenido que ganarse el puesto de trabajo en una oposición. Porque los de la enseñanza privada continúan gozando de la extraña circunstancia de que los contrate una empresa y sus sueldos los paguemos entre todos.
Esperanza Aguirre, hace unos meses, se dedicó a extender una mentira, ya que logró que muchos creyeran que no trabajábamos más de dieciocho horas a la semana. Sin embargo, esta señora lo único que hizo fue aprovecharse del desprestigio social que padecemos los docentes. Y apoyarse en él para que se siga pensando que tenemos tanto de vagos como de privilegiados.
Lo de ahora, como he dicho antes, no es sino una muesca más en la culata del revólver de los políticos relacionados con la educación.
Qué contradicción. Por un lado, la sociedad nos confía su mayor tesoro: el futuro; por otro, constantemente despotrica acerca de nuestras presuntas vacaciones y nuestros supuestos días festivos.
Y digo presuntas y supuestos porque creo que ha llegado el momento de decir basta.
El trabajo de un profesor no se limita, ni muchísimo menos, a lo que aparece en su horario. La preparación de las clases, la formación continua, las tutorías y la corrección de exámenes, por poner sólo un puñado de ejemplos, se llevan bastantes más horas de las que figuran en los papeles.
Y no es sino la punta del iceberg.
Por eso, creo que, para el curso que viene, los que damos clase en los institutos públicos deberíamos mostrar cuánto trabajamos realmente. Sería tan sencillo como hacer huelga de celo; es decir, limitarnos a cumplir (escrupulosamente) el horario que la administración nos impone. Ni un minuto más.
Eso implicaría que se acabarían las excursiones didácticas, los viajes de estudios, la participación en proyectos educativos, las aulas literarias, los talleres, los concursos de periodismo, los intercambios con otros países ... en fin, adiós a infinidad de actividades que suponen un enriquecimiento enorme en la formación de los alumnos.
Un único ejemplo basta para ilustrar cuanto digo. Una compañera de departamento a la que tengo en gran aprecio lleva dos años seguidos organizando la excursión de fin de curso de bachillerato. Meses enteros de preparación, que incluye el trazado del viaje, la búsqueda del transporte y los alojamientos, la compra de entradas de los distintos museos y centros culturales ... A ello sumemos los cinco días de dedicación (y responsabilidad) completa. En cualquier empresa, eso son horas extras (cinco por veinticuatro me salen muchas que no se registran en ningún horario).
No voy a seguir. Todos seríamos capaces, sin necesidad de esforzarnos, de citar ejemplos similares.
En conclusión, me parece que ha llegado el momento de demostrar en qué consiste exactamente nuestra labor. Y quizá con una medida tan sencilla (pero eficaz) como una huelga de celo sería suficiente. ¿Que quieren que estemos dos horas más en el instituto? Sin problema. Eso sí, ni una más de lo que figura en el horario. Ni una más.
Esperanza Aguirre, hace unos meses, se dedicó a extender una mentira, ya que logró que muchos creyeran que no trabajábamos más de dieciocho horas a la semana. Sin embargo, esta señora lo único que hizo fue aprovecharse del desprestigio social que padecemos los docentes. Y apoyarse en él para que se siga pensando que tenemos tanto de vagos como de privilegiados.
Lo de ahora, como he dicho antes, no es sino una muesca más en la culata del revólver de los políticos relacionados con la educación.
Qué contradicción. Por un lado, la sociedad nos confía su mayor tesoro: el futuro; por otro, constantemente despotrica acerca de nuestras presuntas vacaciones y nuestros supuestos días festivos.
Y digo presuntas y supuestos porque creo que ha llegado el momento de decir basta.
El trabajo de un profesor no se limita, ni muchísimo menos, a lo que aparece en su horario. La preparación de las clases, la formación continua, las tutorías y la corrección de exámenes, por poner sólo un puñado de ejemplos, se llevan bastantes más horas de las que figuran en los papeles.
Y no es sino la punta del iceberg.
Por eso, creo que, para el curso que viene, los que damos clase en los institutos públicos deberíamos mostrar cuánto trabajamos realmente. Sería tan sencillo como hacer huelga de celo; es decir, limitarnos a cumplir (escrupulosamente) el horario que la administración nos impone. Ni un minuto más.
Eso implicaría que se acabarían las excursiones didácticas, los viajes de estudios, la participación en proyectos educativos, las aulas literarias, los talleres, los concursos de periodismo, los intercambios con otros países ... en fin, adiós a infinidad de actividades que suponen un enriquecimiento enorme en la formación de los alumnos.
Un único ejemplo basta para ilustrar cuanto digo. Una compañera de departamento a la que tengo en gran aprecio lleva dos años seguidos organizando la excursión de fin de curso de bachillerato. Meses enteros de preparación, que incluye el trazado del viaje, la búsqueda del transporte y los alojamientos, la compra de entradas de los distintos museos y centros culturales ... A ello sumemos los cinco días de dedicación (y responsabilidad) completa. En cualquier empresa, eso son horas extras (cinco por veinticuatro me salen muchas que no se registran en ningún horario).
No voy a seguir. Todos seríamos capaces, sin necesidad de esforzarnos, de citar ejemplos similares.
En conclusión, me parece que ha llegado el momento de demostrar en qué consiste exactamente nuestra labor. Y quizá con una medida tan sencilla (pero eficaz) como una huelga de celo sería suficiente. ¿Que quieren que estemos dos horas más en el instituto? Sin problema. Eso sí, ni una más de lo que figura en el horario. Ni una más.
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