jueves, 15 de enero de 2009

Luis Felipe Comendador



La semana que viene subiremos Antonio (Reseco) y yo a Béjar para recoger los ejemplares del poemario que acabamos de sacar en su imprenta. El autor es Luis Arturo Guichard, un escritor mejicano que da clases en la universidad de Salamanca. El libro es de lo mejor que he leído en mucho tiempo, aunque, por desgracia, la crítica (debido a que lo sacaremos nosotros, es decir, una editorial microscópica) no le prestará la atención que merece. Ellos se lo pierden. Porque, por mucho que se empeñen en no querer verlo, dentro de poco se convertirá en un título de culto. No tengo ninguna duda de ello.

Béjar.

La imprenta del mago Luis Felipe Comendador.

A finales de 2005 fuimos a pasar allí un fin de semana. Queríamos que Manu conociese la nieve. Fue muy divertido. Desde pequeño Manuel ha demostrado tener puntería. Recuerdo que un servidor era su blanco favorito cuando jugábamos a que nos tirase el pañal que le acabábamos de quitar. Acertaba casi siempre. Pues esa mañana lo mismo, pero con bolas de nieve. Qué tío. No fallaba una.

Nos reímos.

La tarde la dedicamos a dar un paseo por el centro del pueblo. Faltaban un par de noches para fin de año.

Una calle peatonal.

Tiendas.

Chose se compró un gorro y unos guantes.

A Manu le hicimos una foto junto a un Papá Noel de plástico al que le llegaba por la cintura.

Yo había curioseado en un par de librerías que no tenían mala pinta. No encontré nada que mereciera la pena. Pregunté por algún título de Luis Felipe Comendador, del que lo único que sabía era que había publicado en Visor y que era de Béjar. Me respondieron que, casualmente, suyo en ese momento no tenían nada. Que si quería que me los podían pedir.

Déjelo, no hace falta.

Di las gracias.

Me marché.

Resignado a no traerme ningún trofeo de aquel viaje (el safari literario es mi deporte preferido), me fijé en el escaparate de una papelería en cuya puerta había un expositor cargado de periódicos y revistas del corazón. Detrás del cristal, entre estuches, manuales y demás material escolar, vi un par de libros (la portada un tanto gastada por el sol) con el logotipo de una editorial de la que no había oído hablar en la vida: El árbol espiral.

Decidí entrar. La papelería apenas se reducía a una habitación con estantes donde se ordenaba todo tipo de lápices y bolígrafos.

Me dije a mí mismo que allí no iba a encontrar nada. En fin. Ya puestos, preguntaremos. Por si las moscas.

Atendía un señor con más apariencia de dependiente de ultramarinos que de librero: bajito, delgado, calvo, bigote recortado, gafas de pasta color carne y pantalones de tela con raya en medio.

Estuve a punto de darme la vuelta aprovechando que un chico delante de mí lo tenía entretenido con el fascículo de esa semana de un coleccionable de informática.

Pero me tocó.

¿Puedo ayudarle?

Lo que vino después me estuvo bien empleado. Menuda cura de humildad. Para que vuelva uno a fiarse de las apariencias.

Resultó que aquel señor con aspecto de tendero me puso a prueba. O eso me pareció. Cuando le pregunté, así, en general, si tenía libros de poesía, señaló hacia los cuatro o cinco (las típicas antologías y romanceros) que acumulaban polvo en los anaqueles. En cambio, cuando me interesé por los libros del escaparate y mencioné el nombre de Luis Felipe Comendador, su rostro cambió por completo.

Sin mediar palabra, fue a la trastienda y regresó con un montoncito de libros. Maravillosos. Editados con gusto y mimo. El tipo de papel, las cubiertas, la tipografía. El hallazgo cobró aún más valor al descubrir entre aquellos volúmenes (casi todos de poesía) a autores como Antonio Orihuela, Jorge Riechmann o Gonzalo Santonja.

Una vez que el librero se percató de que algo entendía de literatura, volvió a visitar la misteriosa trastienda un par de ocasiones más. Otros dos montones. El tesoro de Alí-Babá. Revistas, novelas, poemarios diminutos, colecciones de cuentos … Todos con el mismo sello (lf ediciones), ramificado en tres colecciones: El árbol espiral, Los libros del consuelo y La viuda alegre.

Le compré el lote entero.

Luego me explicó que lf ediciones era el nombre de la editorial del propio Luis Felipe. Añadió que en la calle Colón (¿conoces algo Béjar?) tenía una tienda de comercio justo donde seguramente podría encontrar otras cosas.

Me despedí de él dándole las gracias por enésima vez. Miré el reloj. Las tiendas estaban a punto de cerrar. Corrí intentando llegar a la dirección que me había indicado. No la encontré.

No importaba. Me prometí que volvería con más calma.

Y lo hice.

Cinco meses después.

En abril.

Fuimos con Sole y Nuria. Nuria, que estaba en clase de Manu, no había visto nunca la nieve. Me da la impresión de que su madre tampoco.

Al llegar al pueblo, me bajé. Quedamos en que ellas subirían a la Covatilla con los niños y que a la vuelta me recogerían.

Colón 26.

Me había aprendido la dirección de memoria. Confieso que iba algo nervioso. El pulso acelerado.

Había que fijarse bien, porque el cartel de la tienda era muy pequeño, de ésos de los que en el portal de un bloque de pisos informa de que en la segunda planta pasa consulta el doctor fulano de tal.

Dentro había dos chicos negros tecleando en un ordenador que, al verme, me preguntaron qué deseaba. Mencioné el nombre de Luis Felipe. Respondieron que llegaría enseguida.

Dicho y hecho.

Luis Felipe me recibió como si me conociera de toda la vida, cuando yo sólo le había escrito un par de correos electrónicos para felicitarle por la forma en que editaba.

Cariñosísimo.

Te los presento. Éstos son Yusuf y Malik.

Unas escaleras conducían al sótano de la tienda.

Bajamos.

Impresionante. Creo que no cerré la boca en ningún momento.

El sótano parecía un desván, ya que en él se abría un ventanal enorme que proporcionaba mucha luz. Costaba caminar sin tropezar con alguna caja llena de libros. Apenas quedaba espacio libre. Apoyados en la paredes, había miles de números de una especie de periódico local. En los huecos, clavados con chinchetas, carteles que informaban de la lectura de poetas (Luis Alberto de Cuenca, Jorge Riechmann) que habían pasado por aquel lugar.

De cada una de las cajas, Luis Felipe sacaba un ejemplar (el siguiente más hermoso si cabe que el anterior) hasta que llenó varias bolsas.

Quise pagarle todo aquello. Pero se negó. Debió de regalarme cerca de sesenta libros.

A continuación me mostró la habitación en la que escribía: una mesa repleta de papeles amarilleados, tubos abiertos de pintura, una Olivetti que ya no usaba y dos banderillas (de verdad) clavadas en una especie de pisapapeles. Del techo colgaban la bandera comunista y la republicana. En uno de los estantes, presidiendo, una foto de Antonio Gómez.

Ora pro nobis.

Una hora después, estaba sentado en uno de los bancos del parque, esperando a que Chose me recogiera. A mi lado tenía cuatro bolsas de plástico de las que no dejaba de sacar joyas. Tenía la sensación de estar en el centro del mundo. Me encontraba incluso un poco mareado, como borracho.

Lo de menos fue terminar con los dedos llenos de polvo.

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